El pan de muerto que hoy devoramos con tanto gusto tiene una historia bastante compleja y hasta un poco “foránea”. Aunque a los mexicanos nos gusta pensarlo como una joya nacional, la verdad es que este delicioso manjar tiene raíces tanto prehispánicas como españolas. Sí, resulta que el pan de ánimas, un pan fúnebre español, fue el primer “pan de muerto” en la península ibérica, dedicado a honrar a los difuntos. Pero, claro, nosotros lo mezclamos con tradiciones prehispánicas y le dimos nuestro toque.
En la España medieval, el Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos (1 y 2 de noviembre) se conmemoraban de una manera similar a la nuestra, con ofrendas de pan a los muertos. Según el antropólogo Luis de Hoyos Sainz, en su obra Folklore español del culto a los muertos, estos panes de ánimas eran preparados con trigo y bendecidos antes de ser colocados en las ofrendas familiares, mostrando así respeto y conexión con los seres queridos que ya no estaban.
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Al llegar a México, los conquistadores trajeron consigo esta costumbre, pero lo que encontraron fue una tradición aún más antigua de veneración a los muertos. En las culturas prehispánicas, la vida y la muerte se celebraban como un ciclo; los mexicas y otros pueblos ya ofrendaban alimentos a sus deidades y difuntos, aunque en vez de pan usaban el papalotlaxcalli o “pan de mariposa”, elaborado con amaranto o maíz, o el huitlatamalli, una especie de tamal que se colocaba en las ceremonias en honor a Huitzilopochtli, el dios de la guerra.
La mezcla de dos mundos
Con la llegada de los españoles y la introducción del trigo, ambos mundos se fusionaron, dando lugar a lo que hoy conocemos como el pan de muerto. A diferencia de los panes de ánimas de España, el pan de muerto mexicano adoptó un toque más dulce y se le dieron detalles particulares, como los “huesos” que lo adornan, y el sabor a azahar, que recuerda a las flores que guían a los muertos de regreso al mundo de los vivos. Este simbolismo no era algo nuevo; más bien, los ingredientes prehispánicos y europeos se unieron para reinterpretar la ofrenda, y el resultado fue un pan que hoy asociamos directamente con el Día de Muertos.
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Pero hay más: en regiones como Oaxaca, el pan de muerto adquiere formas mucho más simbólicas, como figuras humanas o animales, decorados con azúcar y huevo que representan los rostros de los fallecidos. Este pan oaxaqueño es solo una de las variaciones que enriquecen nuestra tradición, mostrándonos que el pan de muerto es un fenómeno vivo que sigue evolucionando.
El pan de muerto es, al final, una representación tangible del sincretismo mexicano. Su presencia en los altares de muertos, rodeado de cempasúchil, velas y calaveras, es un recordatorio de que la muerte es solo otra parte de la vida. Este pan, heredado de los panes de ánimas y enriquecido por las culturas indígenas, continúa siendo un símbolo de amor, respeto y nostalgia que nos une con aquellos que ya no están.