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Cómo surgió la receta del camote poblano

La historia comenzó en Puebla, un dulce invento en Santa Clara,

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Por Erika Reyes

Antiguamente, era común que en todas las familias acomodadas la hija menor consagrara su vida a Dios por el deseo de sus padres. Las órdenes religiosas femeninas que se establecieron en la Ciudad de los Ángeles (Puebla)  a finales del siglo XVI, las recibían en sus conventos para ello.

Corría el año 1676 cuando la tranquilidad del convento dominico de las religiosas de Santa Inés se vio irrumpida con la llegada de María de los Ángeles, que según cuenta la leyenda era una chiquilla que habían internado sus padres con la esperanza de que se convirtiera en una santa. 

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Pero Angelina, como la llamaban entre las monjas y novicias del convento, estaba lejos de la santidad. A sus casi 13 años de edad era una niña guerrera de inteligencia precoz y exagerada emotividad que traía vueltas locas a las mujeres del claustro.

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Abadesa, la madre superiora, demostraba gran cariño y comprensión por ella. Debido a su corta edad la monja le toleraba sus constantes travesuras, pero en cada queja de las demás, le fruncía el ceño y se ponía severa. Finalmente, la acariciaba maternalmente y le pedía que no lo volviera a hacer. Y para que la niña se hiciera juiciosa, la mandaba a rezar diez padres nuestros con sus Aves María.

Llegó el día en que todas las monjas y novicias del convento clamaron en contra de Angelina. Entonces en pro de la tranquilidad y disciplina de la casa, la madre superiora decidió castigarla enviándola por unos días a otro claustro dominico que también era de ellas, el convento de las madres de Santa Rosa de Lima.

Angelina no tuvo más remedio que acatar la orden con humildad. Pero con el antecedente de ser “inaguantable”, y no por maldad sino de inquietud física, cultural e intelectual, la niña le fue muy recomendada a la superiora de dicho convento.

Foto. El Sol de Puebla

Una transformación sorprendente

A solo tres semanas de su llegada a Santa Rosa de Lima, la muchacha era otra y nadie podía explicarse el por qué. Ya fuera porque quería demostrar el cambio de su modo de ser para que la regresaran al convento de Santa Inés o porque le daba gran tristeza estar exiliada o porque entraba en la adolescencia reflexiva.

Su transformación fue tan evidente para todas las monjas y novicias del convento que empezaron a tenerle consideraciones, ya que la tenían sometida a los bajos quehaceres.

Sucedió lo mismo en la cocina, todo lo que tenía encomendado lo desempeñaba muy bien, con santa resignación. Tanto que la madre cocinera pidió a la superiora que la cambiara de trabajo, no sin antes advertir sus cualidades en cocina de aprovechamiento. Entonces le encargaron la despensa que era surtida, variada y abundante.

El convento recibía donaciones de causas particulares y comercios de toda clase, desde pulperías hasta verdulería, combustible de carbón y leña. Pero resaltaba la frecuencia y la cantidad de camote que distintos pueblos de la mixteca les traían, por lo que la comunidad religiosa consumía este tubérculo “a pasto”, en el desayuno y en las comidas, ya fuera asado o hervido, pero siempre como alimento completo. Todas tenían el camote ¡hasta el copete!

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Camote para el jerarca

Cierto día, la madre superiora informó a la congregación que el convento sería visitado por el ilustrísimo y reverendísimo señor obispo don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún, y tenía el deseo de agasajarlo con alguna golosina, que fuera exquisita y desconocida para él. 

Desde luego que la encargada de tal encomienda fue la madre cocinera quien estaba sumamente afligida porque no sabía cómo complacer a la superiora. Entonces llamó a todas las monjas que la apoyaban en la cocina. Ante tal conflicto nadie se atrevía a sugerir nada, hasta que de pronto Angelina se pronunció:

  • “No se agiten sus mercedes por tan poca cosa, el problema está resuelto y fácilmente. Daremos camote a su ilustrísima”
  • Al unísono, y con gran ímpetu, las monjitas lanzaron un grito de desesperación:
  • ¡Camote!, ¡Camote para el señor obispo!
  • ¿Estás loca?, dijo la madre cocinera, y agregó: “aquí nadie quiere camote, hasta su olor nos marea”

Pero Angelina insistió:

  • Sí, sí, camote al señor obispo, ¡camote! Y hasta se chupará los dedos al saborearlo, porque será “bocatto di cardinale”

Afanosamente sacó una buena ración de camote y se puso a elaborar la golosina: Hirvió en agua los tubérculos, luego los peló y los echó en un cazo a fuego lento. La muchacha estuvo dos horas moviendo la pasta que se había hecho, misma a la que agregó una buena ración de piña y la cantidad necesaria de azúcar.

Estando a punto de cajeta, retiró el cazo de la lumbre y dejó enfriar el contenido. Una vez frío, separó pequeñas porciones y les dio forma de bollo. Después los decoró con pinturas vegetales.

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Una dulce sorpresa

En ese trajín de Angelina, estuvo presente toda la comunidad que dio fe del prodigioso invento y del exquisito sabor

 de la golosina. Por decisión unánime, aprobaron que se le obsequiara al jerarca eclesiástico.

Tal como lo había anunciado la superiora, llegó el obispo al convento de Santa Rosa de Lima. Fue agasajado con las mejores viandas elaboradas en la cocina, y al terminar el festín, se le dio camote.

  • ¡Qué exquisito dulce!, exclamó pidiendo más, al tiempo que aseguró que había sido una “dulce sorpresa”. Además, solicitó que le pusieran algunas piezas en una caja para regocijarse los días subsecuentes

Desde ese día, Angelina fue considerada, distinguida y mimada en el convento de Santa Rosa de Lima, motivo por el que nunca regresó al convento de Santa Inés.

Sin vocación de monja

Como era de esperarse, Angelina tampoco se quedó en el convento de Santa Rosa de Lima porque no tenía vocación de monja contemplativa.

Estuvo ahí hasta que un buen día, se casó con un apuesto caballero, a quien le dio muchos hijos y juntos formaron un hogar feliz. Ambos tenían un pequeño obrador de dulces que vendían en un establecimiento junto al convento de Santa Clara.

El producto predilecto y más vendible del establecimiento, era el camote de su invento, que entregaban en cajitas de cartón con una etiqueta que ostentaba la leyenda: “Camotes de Santa Clara”.

Dicen que el establecimiento es uno de los primeros que hubo en la conocida Calle de los Dulces en Puebla (6 Oriente, centro) y aun hasta la fecha la receta de la indomable Angelina sigue agasajando paladares de propios y extraños.

  • La leyenda de los Camotes de Santa Clara es original del profesor Enrique Cordero y Torres.
  • Adaptación: Redacción
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