Por Iván Cabrera
A través de la obra Memorias de mis tiempos (1828-1840), el destacado escritor Guillermo Prieto describió con sumo detalle lo que se comía en una casa de clase media a mediados del siglo XIX. Para empezar, la cocina tenía en las “paredes labores, rúbricas y caprichos formados con ollas, cazuelas, comales, flores hechas con aventadores y cucharas y juguetes, todo guarnecido con cenefas y labrados de colorines que le daban aspecto vistoso”.
Para Fidel, pseudónimo del también político mexicano, en este espacio tenía una presencia importante el gran barril para el agua, el tinajero para filtrar la misma, dulceros de cristal, loza de Sajonia y de China, juguetes, trastecitos de Tzintzuntzan, jícaras y aguajes, elementos quedaban un toque especial al recinto.
De cuando las sobras de comida se vendían como escamocha
Entrados en el tema gastronómico, dice Prieto que en una casa pudiente de la época era común el buen chocolate de “tres tantos” (uno de canela, uno de azúcar y uno de cacao); el champurrado y café con leche, tostadas y molletes. Para acompañar las bebidas, se comían bizcochos de Ambriz (panadería famosa del siglo XIX), así como los panes y huesitos de manteca de otro gran establecimiento, la del Espíritu Santo. Para cerrar el desayuno, se bebía agua.
“Cuando acudían visitas a las once de la mañana era forzoso obsequiarlas: si eran señoras, con vinos dulces como Málaga, Pajarete o Pedro Ximénez, sin faltar en una charolita puchas (un pan dulce en forma de rosca), rodeos, mostachones, soletas, etc., y sus tiritas curiosas de queso frescal”, detalla el escritor.
La comida era toda una revolución culinaria: sopa de ravioles y de arroz con chícharos, rueditas de huevo cocido y sesos fritos. Además del plato fuerte llamado olla podrida, compuesta por carnes, legumbres y hierbas. Aquí, la descripción completa del famoso preparado:
“Encerrábanse en conjunto carnes de carnero, ternera, cerdo, liebre, pollo, espaldillas y lenguas, mollejas y patas; en este campo de agramante se embutían coles y nabos, se introducían garbanzos, se escurrían habichuelas, se imponían las zanahorias, campeaba el jamón y verificaban invasiones tremendas chayotes y peras, plátanos y manzanas en tumultuosa fusión…”.
Pero también se podía preparar pollo en almendrado, con pasas, trocitos de acitrón y alcaparras; o pichones en vino y liebre, o conejo en pebre (adobo) o con salsas. Además de guajolotes rellenos y los deshuesados, y patos en cuñete, el famoso mole poblano de tres chiles, el de pepita o verde, y los famosos manchamanteles con sus rebanadas de plátano y sus gajitos de manzana, claro sobre todo en fiestas y convites.
Un comedor que reconoce a la mujer trabajadora
¿Y qué pasaba con los postres? Pues había cocadas, cubiletes y huevos reales (por cierto, en la Dulcería Celaya, en el Centro Histórico de la Ciudad de México se siguen vendiendo), los xoconostles rellenos de coco, frutas caramelizadas, zapote batido con canela y vino, garapiñados, entre otros alimentos dulces al paladar.
Para asentar el estómago había salvia, muitle, cedrón o agua de yerbabuena.
Sin embargo, Guillermo Prieto explica que la comida diaria estaba compuesta de esta manera: para el desayuno, chocolate de oreja y el atole; a las 11, el anisete (licor); mientras que para la comida había sopa de pan, arroz o tortilla, un lomo de carne con garbanzos, salsa de mostaza, perejil o chile; así como quelites, verdolagas, huauzontles y frijoles (con cebolla picada, queso, aguacate y salsa).
Y en la cena también se comía fuerte: mole de pecho, un lomo frito, hojas de lechuga y otra vez los ricos frijoles parraleños.
Salvador Novo, en su libro Cocina mexicana o Gastronomía de la Ciudad de México, recuerda, en palabras de la Marquesa de Calderón de la Barca, los problemas que este tipo de dieta traía a la población acomodada.
“… mientras que la prematura declinación de la belleza, en las clases acomodadas; la ruina de los dientes y la excesiva gordura, en ellas tan comunes, son sin duda los resultados naturales de la falta de ejercicio y de una alimentación disparatada. No existe en el mundo ningún país en donde se consuma tal cantidad de alimentos de procedencia animal, y no hay otro país en el mundo en donde menos se necesite que en éste”.
La historia de un callejón de fritangas en la CdMx
Y agregaba la Marquesa: “Los consumidores no son los indios, cuyos medios no se lo permiten, sino las mejores clases, que por lo general comen carne tres veces al día. Añadid a esto una gran cantidad de chile y de dulces en un clima que se queja todo el mundo por irritante e inflamatorio, y produce, probablemente, estas afecciones nerviosas aquí tan generalizadas…”.
Como se puede ver, la variedad alimenticia nada tenía que ver con lo que comían las clases bajas, en general, maíz, frijol y chile, que a decir de Guillermo Prieto eran los “tres amigos del pobre”, así como el nenepile, el menudo y la tripa gorda, platillos calificados por el escritor como “ascos y espantos de cualquier estómago racional”.