Por más limpio que esté tu sartén o reluciente tu horno, cocinar nunca será del todo inocente. Basta con prender la estufa o calentar una sartén para que comience un proceso químico complejo que, si bien transforma los alimentos, también puede liberar compuestos tóxicos y contaminantes que no se ven, no se huelen, pero que sí se quedan, y no solo en el aire, también en el cuerpo.
Lejos de ser una actividad inofensiva, la preparación de los alimentos puede ser un verdadero festival de reacciones químicas con consecuencias preocupantes para la salud pública. Por si fuera poco, la contaminación ambiental, la que viene del exterior, también encuentra la manera de colarse hasta el centro de nuestras cocinas. Es un círculo vicioso: cocinar contamina y la contaminación afecta cómo y qué cocinamos.
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Lo que se genera al cocinar
El calor transforma, pero también descompone. Según el Journal of Food Protection, durante procesos como el horneado, asado, frito o fermentado, se generan múltiples sustancias indeseadas denominadas contaminantes del proceso alimentario. Estos incluyen acrilamida (AA), productos finales de glicación avanzada (AGEs), hidrocarburos aromáticos policíclicos (PAHs), aminas heterocíclicas (HAAs), furanos, compuestos N-nitrosos (NOCs) y ésteres de cloropropano como 2-MCPDE y 3-MCPDE.
Aunque algunas de estas sustancias pueden reducirse mediante ajustes en la temperatura, el tiempo de cocción o la elección del aceite, muchas otras se forman de forma inevitable, y eliminarlas del todo es prácticamente imposible debido a que sus mecanismos de formación aún no se comprenden por completo.
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Qué tan peligrosos son estos compuestos
Bastante. La exposición prolongada a contaminantes como la acrilamida, producida en alimentos ricos en carbohidratos sometidos a altas temperaturas, como papas fritas o cereales, se ha relacionado con efectos neurotóxicos, hepatotóxicos y reproductivos. Desde 1994, la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC) la clasificó como “probablemente carcinogénica para los humanos” (clase 2A).
Otros compuestos, como los PAHs generados al asar o ahumar alimentos, han demostrado ser disruptores endocrinos, además de estar asociados con infertilidad, daños hepáticos y mayor riesgo de cáncer gástrico.
La cosa no termina ahí. Ésteres como 3-MCPDE y glicidil ésteres (GE), presentes en productos con aceites refinados (como el de palma), están relacionados con tumores hepáticos y daño renal. La fermentación también tiene lo suyo, el etil carbamato (EC), derivado de procesos como la elaboración de bebidas alcohólicas o productos encurtidos, ha sido vinculado con cáncer pulmonar en modelos animales.
Qué más se contamina
Aunque la mayoría de los estudios se enfocan en la presencia de contaminantes en alimentos crudos, una revisión publicada en la National Library of Medicine advierte que los procesos de cocción pueden modificar, y en muchos casos aumentar, la concentración de metales pesados y contaminantes orgánicos en los alimentos.
Por ejemplo, cocinar a fuego alto puede liberar más PAHs y HAAs, especialmente en carnes. Los procesos que eliminan grasa tienden a reducir contaminantes lipofílicos, pero no todos los métodos lo logran. Además, cocinar en interiores sin ventilación adecuada contribuye a la mala calidad del aire dentro del hogar, generando emisiones de partículas finas (PM2.5) y monóxido de carbono, que afectan directamente la salud respiratoria y cardiovascular.
Metales en la cocina
No todos los elementos presentes en los alimentos son dañinos. El hierro (Fe), el zinc (Zn) o el cobre (Cu) son esenciales para funciones fisiológicas. Sin embargo, cuando se consumen en exceso, por ejemplo, por lixiviación de utensilios o contaminación del agua, pueden convertirse en un problema.
Un exceso de hierro puede causar daño a órganos, el zinc puede interferir con la absorción de otros minerales, y el aluminio, presente en utensilios de baja calidad o agua contaminada, se ha vinculado con trastornos neurológicos y óseos. A largo plazo, la exposición acumulada a estos elementos puede contribuir a enfermedades crónicas como el cáncer, problemas reproductivos y mutaciones genéticas.


Otro eslabón de la cadena contaminante
Aunque no es un contaminante químico, la falta de higiene es una de las principales vías para que microorganismos patógenos lleguen al plato. El Departamento de Salud de Estados Unidos lo deja claro, lavarse las manos, evitar la contaminación cruzada y cuidar las temperaturas de cocción y almacenamiento son pasos clave para prevenir enfermedades transmitidas por alimentos.
Desde una tabla de cortar sucia hasta el uso de agua contaminada para lavar frutas, las oportunidades de introducir patógenos son muchas. Algunos, como la Escherichia coli o la Salmonella, pueden sobrevivir incluso a la refrigeración y multiplicarse si el alimento no se cocina adecuadamente.
Eliminar por completo los contaminantes del proceso es prácticamente inviable, pero sí es posible reducirlos. La clave está en comprender los métodos de cocción que más los generan, elegir insumos menos procesados, emplear tecnologías más limpias y aplicar mejores prácticas de higiene.
También se requiere una regulación más estricta por parte de las autoridades sanitarias y un monitoreo constante. Aún hay importantes vacíos de conocimiento en cuanto a la formación, exposición y toxicidad de muchos de estos compuestos, lo que dificulta establecer límites seguros y guías claras para su mitigación.
La mejor hora para cocinar y otras buenas prácticas
Aunque parezca que cocinar es simplemente cuestión de seguir una receta, hay múltiples decisiones cotidianas que pueden hacer una gran diferencia para reducir la exposición a contaminantes. Un primer aspecto a considerar es el horario en que se cocina. Si bien no hay una hora universalmente “segura”, se recomienda evitar los momentos de alta contaminación ambiental, como el inicio de la mañana o el anochecer en zonas urbanas.
Cocinar al mediodía o por la mañana temprano, con buena ventilación natural, puede reducir la exposición a partículas suspendidas que se filtran desde el exterior. En interiores, es fundamental mantener la cocina bien ventilada, ya sea con ventanas abiertas o con campanas extractoras funcionales, idealmente equipadas con filtros de carbón activado.


El tipo de estufa también influye en la cantidad de contaminantes que se generan en el ambiente. Las estufas de inducción, aunque más costosas, no emiten gases ni partículas peligrosas, mientras que las eléctricas, aunque más lentas, también representan una alternativa limpia. Las estufas de gas, ampliamente utilizadas por su practicidad, pueden liberar monóxido de carbono y dióxido de nitrógeno, especialmente en espacios mal ventilados. En esos casos, cocinar con la campana encendida o con corriente de aire cruzada ayuda a dispersar los gases tóxicos.
En cuanto a los utensilios de cocina, es recomendable optar por materiales más seguros como acero inoxidable de buena calidad, hierro fundido curado o cerámica sin plomo. Por el contrario, los sartenes con recubrimientos antiadherentes deteriorados pueden liberar compuestos tóxicos como el 4-MEI, mientras que el aluminio sin protección puede migrar hacia los alimentos. A altas temperaturas, estos materiales pueden reaccionar con los ingredientes, especialmente en procesos como fritura profunda o dorado excesivo.
El modo de cocción también es clave. Las técnicas que involucran temperaturas muy altas, como freír o asar hasta quemar, favorecen la formación de acrilamida, HAAs o PAHs. En cambio, hervir, cocer al vapor, estofar o saltear a temperatura moderada permite una cocción más controlada, reduciendo la generación de estos compuestos nocivos. En todos los casos, es importante evitar reutilizar aceites quemados, ya que esto potencia la concentración de contaminantes. Para asegurar una cocción segura sin recurrir a temperaturas extremas, se recomienda el uso de termómetros de cocina.