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Mamá manda en la cocina: Por qué comemos lo que ella decide (aunque no lo diga)

Desde la culpa hasta la identidad, la relación de las madres con la comida define lo que comes hoy

Por más que las apps de nutrición, los influencers de batidos verdes y las etiquetas de “libre de gluten” intenten imponer la pauta, hay una verdad que ninguna industria ni algoritmo puede cambiar, mamá manda en la cocina. O por lo menos, su sombra ronda el refrigerador. Porque aunque hoy los supermercados estén llenos de opciones “super foods“, y los menús infantiles incluyan desde sushi hasta bowls veganos, lo que de verdad define cómo comemos desde pequeños no es lo que dice el nutriólogo de TikTok, sino lo que dice mami. Y si no lo dice, lo modela. Lo aprende. Lo cocina. Lo calla. O lo culpa. Porque sí, la maternidad y la alimentación están unidas por un lazo invisible pero tenso, lleno de expectativas, contradicciones y cucharas sucias.

Como diría Michael Pollan, en lo que respecta a la comida, la cultura es solo otra forma de decir mamá. Lo que se sirve en la mesa, cuándo, cómo, con quién y cuánto, es más una herencia de lo doméstico que una fórmula científica. La sabiduría culinaria que viene con el tiempo, la abuela o el cansancio del día también pesa más que cualquier recomendación académica. Aunque no siempre es la más saludable. O al menos no en el sentido clínico del término.

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Mamá come, yo también

Un estudio publicado en Public Health Nursing por la profesora Mildred Horodynski de la Universidad Estatal de Michigan encontró una verdad incómoda (pero bastante lógica). Los hijos pequeños comen frutas y verduras si sus madres también las comen. Punto. No hay más magia. No importa si hay planes de alimentación, pirámides nutricionales o snacks “escolares” de colores atractivos. Lo que vean en el plato materno es lo que les parecerá normal, deseable… o al menos inevitable.

El trabajo, realizado con casi 400 madres de bajos ingresos en Michigan, mostró que si la madre no consumía frutas y verduras al menos cuatro veces por semana, era muy poco probable que su hijo lo hiciera. Pero la influencia no termina ahí, también cuenta si la madre cree que su hijo es “melindroso” o “difícil” para comer. Esa etiqueta, muchas veces cultural o relacionada con el estilo de crianza, condiciona lo que se ofrece, cómo se insiste y cuándo se rinde una madre.

Lo interesante es que esta percepción no siempre se corresponde con la realidad. Muchos niños considerados “quisquillosos” solo necesitan más exposiciones a ciertos alimentos (hasta 15 veces, dicen algunos estudios) antes de aceptar una verdura como parte del menú. Pero si mamá se da por vencida al tercer intento, es probable que el brócoli nunca vuelva a aparecer.

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Identidad y culpa: los otros ingredientes

Ahora bien, no todas las madres se relacionan igual con la comida. Un estudio de la National Library of Medicine, que utilizó fotos y entrevistas a profundidad con madres tejanas, reveló algo poderoso: las elecciones alimentarias de una mujer para sus hijos están profundamente ligadas a la imagen que tiene de sí misma. Las mamás que se consideraban “saludables” eran más consistentes y seguras al tomar decisiones nutricionales para toda la familia. Las que no se veían así, sentían culpa, ansiedad o desconexión entre lo que comían ellas y lo que daban a sus hijos.

Y esto no es menor. Porque en el torbellino de responsabilidades diarias —trabajo, escuela, casa, citas médicas, tareas, uniformes, vacunas, WhatsApps escolares— es común que las decisiones alimentarias no sean ideales, sino funcionales. Y en ese “funcional” muchas veces se cuela la comida ultraprocesada, el desayuno a la carrera o el “premio” de una pizza por sobrevivir la semana.

Las madres entrevistadas reportaron concesiones: saltarse comidas, servirse lo primero que encontraban o priorizar la alimentación de los hijos a costa de la propia. Esa autonegación, aunque noble en apariencia, no construye buenos modelos alimentarios. La ciencia lo confirma, los niños no aprenden solo de lo que se les dice, sino de lo que ven hacer. Si mamá no desayuna, o se castiga con lechuga mientras el resto come espagueti, el mensaje es contradictorio.

¿Contra el nutricionismo?

En medio de esta tensión entre los saberes caseros y las verdades científicas cambiantes, surge una crítica feroz, el nutricionismo. Según Pollan, esta corriente reduce los alimentos a sus componentes químicos —grasas, calorías, vitaminas— como si fuera posible entender la comida a través de etiquetas. Así, una galleta fortificada puede parecer más saludable que una sopa casera. Absurdo, pero rentable.

El problema del nutricionismo es que fragmenta el conocimiento alimentario, lo descontextualiza y lo vende como verdad absoluta. La industria alimentaria lo aplaude, porque le permite diseñar productos que “cumplen” con lo saludable aunque sean artificiales, insatisfactorios o incluso dañinos. Pollan llama a resistir esta lógica con sentido común: comer comida real, no demasiada y preferentemente de origen vegetal. O, en su famosa frase: “No comas nada que tu bisabuela no reconocería como comida.” ¿Y quién enseñaba eso, si no mamá?

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Madres imperfectas, hijos más sanos

Todo esto no quiere decir que las madres deban cargar solas con la responsabilidad alimentaria del mundo. Pero sí muestra que su influencia es profunda, cotidiana y emocional. Y que cualquier política pública, estrategia nutricional o cambio cultural debe contar con ellas como aliadas, no como culpables.

Lo más eficaz, según los estudios, no es obligar, etiquetar ni demonizar alimentos, sino acompañar a las madres para que se reconozcan a sí mismas como agentes de salud. Que se sientan competentes, tranquilas, sin miedo a fallar por no seguir al pie de la letra cada recomendación del pediatra o cada moda de Instagram. Que sepan que ofrecer frutas y verduras empieza por comerlas sin culpa. Que cocinar con los hijos puede ser tan valioso como enseñarles a leer. Y que no pasa nada si de vez en cuando también hay nuggets.

Porque, al final, nadie sabe tanto de comida como quien tiene que ponerla en la mesa tres veces al día durante años. La ciencia podrá seguir estudiando nutrientes y correlaciones. Pero el poder de una madre —y su sazón— seguirá siendo insustituible.

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