No hay reunión familiar que no tenga como protagonista la cocina de la abuela. Un mole de olla humeante, un pan recién salido del horno o unas galletas guardadas en aquella clásica lata, su comida siempre sabe mejor, incluso cuando la receta parece sencilla. Pero detrás de esa percepción hay más que cariño: la biología, la memoria y la cultura también juegan un papel importante. Es así como las comidas tradicionales son mucho más que una receta heredada: representan memoria, identidad y comunidad.
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Como señala un estudio de la Universidad Nacional de Colombia de Jaminson Andrés Tapia Barrera, la permanencia de estas preparaciones en la dieta cotidiana no es casualidad, sino el resultado del compromiso de generaciones de cocineros y comensales que valoran tanto sus sabores como los significados invisibles que transmiten.


“En cada plato se entrelazan historias familiares, costumbres locales y conocimientos transmitidos de boca en boca, que logran mantener viva una parte esencial de la cultura”, señala Tapia en su investigación.
La experiencia como sazón heredado
Las abuelas no aprendieron a cocinar de un día para otro. Su conocimiento se fue forjando con la práctica diaria y la transmisión de saberes de generación en generación. Décadas ajustando sal “al tanteo”, midiendo puñitos de harina con la palma de la mano o saboreando un caldo hasta dar con el punto exacto de sazón construyen una memoria culinaria difícil de igualar.
Esa experiencia acumulada es, en realidad, un archivo viviente de la tradición gastronómica familiar. Cada platillo es resultado de lo que aprendieron de sus madres y abuelas, al que han ido sumando toques propios. El resultado es una cocina profundamente personal, pero también compartida: la gastronomía de la memoria, esa que moldea los primeros recuerdos gustativos de los nietos y da forma a lo que entendemos por “comida casera”.
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El papel de los sentidos en la cocina de la abuela
El paso del tiempo no solo trae experiencia, también cambios físicos. Con la edad, el gusto y el olfato tienden a disminuir, un fenómeno conocido como presbifagia. Esto podría sugerir que los adultos mayores perciben los alimentos con menor intensidad, pero aquí surge la paradoja: aunque sus sentidos cambian, la comida de las abuelas no pierde riqueza, e incluso se percibe más sabrosa.


Un estudio publicado en la Revista Archivos Latinoamericanos de Nutrición (García-Flores et al., 2017) señala que los adultos mayores tienden a preferir sabores más definidos, colores intensos, temperaturas calientes y texturas semisólidas. Estas elecciones no son solo biológicas, también responden a factores culturales, sociales y geográficos que acompañan a cada persona a lo largo de su vida.
Esto significa que, aunque el gusto se transforme, las abuelas han aprendido a cocinar pensando en lo que resalta más al paladar: un caldito bien sazonado, una salsa colorida o un guiso servido calientito en la mesa. Su cocina no solo responde al apetito, también a la necesidad de transmitir, a través de los sentidos, que el hogar sigue ahí.
Cocina con memoria y afecto
Si hay algo que diferencia la comida de las abuelas es el ingrediente invisible: el afecto. Cocinar no es solo nutrir, es cuidar. Preparar un guiso para los nietos se convierte en una forma de transmitir cariño. La sopa de fideo no es solamente pasta con jitomate, es un ritual que implica esperar a que el aroma invada la casa, sentarse juntos en la mesa y compartir un momento en familia.
La psicología también respalda esta experiencia. El gusto no solo se forma en las papilas, sino en la memoria. Los sabores que probamos en la infancia quedan asociados a emociones y recuerdos. Así, cuando un adulto prueba el arroz con leche de su abuela, no percibe únicamente azúcar, canela y leche: revive las sobremesas largas, las fiestas familiares o las tardes de juegos en casa de los abuelos.


La cocina de las abuelas es, en ese sentido, una cápsula del tiempo. Puede que el platillo en sí no sea perfecto según los cánones gastronómicos, pero el recuerdo afectivo amplifica el sabor y lo hace insuperable.
Entre tradición y adaptación
Las abuelas también tienen la capacidad de adaptar las recetas a los tiempos. Muchas aprendieron a cocinar sin tantos aparatos eléctricos ni ingredientes exóticos, resolviendo con lo que había en la alacena o en el mercado del barrio. Esa cocina de ingenio y economía dio origen a platos memorables, que demuestran que no hace falta complicarse para comer bien.
Al mismo tiempo, son guardianas de la tradición: los chiles secos para el mole, las hierbas para el caldo o el toque de manteca en las tortillas forman parte de una forma de cocinar que conecta a la familia con su pasado. En cada preparación hay un pedazo de historia que sobrevive al paso del tiempo.
La razón final: cocinar con el corazón


A final de cuentas, la comida de la abuela es más rica porque reúne una serie de factores que van más allá de la técnica culinaria. Está la experiencia acumulada, los cambios sensoriales que orientan hacia sabores definidos y las recetas que resuenan en la memoria cultural.
Pero sobre todo, está el factor invisible: el cariño. Las abuelas cocinan con la intención de alimentar, pero también de cuidar. Ese ingrediente intangible —el amor puesto en cada platillo— es lo que transforma su cocina en algo único.
Los sabores de la abuela no solo llenan el estómago, también reconfortan el alma. Son un recordatorio de que la cocina, más allá de manuales o técnicas profesionales, es una forma de dar cariño. Y quizá ahí esté la explicación definitiva de por qué, sin importar cuánto intentemos replicarlas, las recetas de la abuela siempre sabrán más ricas.
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