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Oda al huevo tibio

Gula de Sesos y Lengua / Antonio Calera Grobet

Antonio Calera

Oda al huevo tibio

Cascarón roto de los días, siempre el mismo y siempre otro, lo mismo mundano que mítico, porque ese huevo tibio hirviendo en el pocillo representa lo mismo aquello que fuimos y olvidamos, como las historias que nos cuentan los mitos antiguos, su sabiduría, y también esas fotografías con que nos regala la vida, de cuando éramos tantos y tan felices, ligados por los sabores de antaño, y los muertos no se habían parado aún de la mesa para despedirse y fluir.

Estamos hechos de vacío, cierto, pero el relleno de este huevo nos dice cómo es que habremos de llenarnos: dejar que se nos resbale la existencia desde la boca hacia el estómago cruzando por el corazón, porque el placer es nuestro templo absoluto. Caigamos en cuenta que hervirá como el huevo cualquier cosa que pongamos sobre el fuego de nuestro pecho, pero no pondremos a hervir jamás (“a watched pot never boils”) algo que no valga la pena.

“No te detengas en tonterías”, nos dice el huevo tibio cada mañana, como salmo de verdad. ¡Cómete la pulpa de vida! ¿Importan sus 68 calorías, su 64% de grasa o 33% de proteína? ¿Recordarás siempre la angustia, la monserga de nuestra humilde manera de entender la existencia, su metafórica choquía? No. Y si nos quedamos ahí viendo, vigilando todo, clavados ahí como si todo fuera lo más importante: “Sigue, la vida está clara, nada es para tanto, olvídate de las rebabas”.

Deja que hierva el agua, la sangre, el gorrión de ese huevo en tu pecho, ábrete a la vida y nútrete de todo ello. Porque hay sabiduría en el ejercicio de hacernos un huevo. No es ni duro ni blando, no se crece desde su ego, sino que confía en su naturaleza de ser un bello y divino huevo, con la fuerza colosal para crecer y crecer, dejarse correr por todos los senderos que se proponga. Sabemos que estamos hechos de macizos y huecos, de heridas y anhelos, sí, y que hemos sufrido el camino que nos llevó a lo que nos hemos convertido. Pero qué fue primero en nuestro caso, ¿el huevo de nuestra ingenuidad y fuerza primera, o la gallina musculosa, el monstruo de nuestro miedo?

Veamos mejor cuando nos hagamos un huevo, al abrir los ojos a cada horizonte abierto. Sintamos cómo se mete la luz por nuestra boca, cómo se ensancha, cómo baja por la resbaladilla de la dicha. Y huevo tibio le decimos pero (¡vaya qué gentileza!), nunca nos ha caído mal a pesar de tal nombramiento tan feo. No es tibio el huevo en sus maneras ni en su cometido. Es caliente y fino, de un poder sutil y expansivo. Huevo tibio: centro del sentimiento, aleph líquido.

Y cuando haya lagañas y almohadazos, a las sábanas pegadas nos jale nuestro letargo, habrá que eliminar cualquier hueva, cualquier retraso. Porque siempre será hora de tronar la yema, el sol que se abre por la mañana, entre las nubes blancas de su clara. Viajaremos en veleros de servilleta, en un mar de agua mineral, el jugo espeso de las naranjas. No habrá mapaches, zorros o coyotes bajo el imperio del huevo tibio. Habrá granjas y criaderos, problemas desplumados, llegará a nuestro cerebro la fuerza de los tractores surcando los ranchos, el sonido de los rastrillos levantando nuestros forrajes. Nada será grave ya, todo será un llano para vivir en paz, correr y correr y así poder recuperarnos.

“No te detengas en tonterías”, nos dice el huevo tibio cada mañana, como salmo de verdad. ¡Cómete la pulpa de vida! Antonio María Calera-Grobet

Twitter: @manchadetinto

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